domingo, 7 de noviembre de 2010

La marca del hombre lobo

Waldemar Daninsky es un joven enamorado de la atractiva condesa Janice von Aarenberg. Sin embargo, la muchacha ya está prometida con Rudolph Weissmann, un amigo de la familia cuya relación con Daninsky es tensa. Mientras tanto, unos gitanos que saqueaban la tumba de un hombre lobo retiran de éste la cruz de plata que lo inmovilizaba, devolviéndolo a la vida. Durante una cacería, Weissmann es atacado por la bestia. En un intento por salvarle, Daninsky es mordido por el licántropo, adquiriendo así la maldición. Cuando Weissmann y Janice descubren tal circunstancia, intentaran ayudar a su amigo por todos los medios. Para ello, recurrirán a un extraño médico que parece saber curar la licantropía.

La marca del hombre lobo, cuyo título germano es Die vampire des Dr. Drácula, es una de las películas más emblemáticas delfantaterror patrio. Imposible entender la génesis y evolución del mismo sin su concurso, ya que significaría el nacimiento del cine de monstruos clásicos en nuestro país, con tratamiento serio y regusto gótico. Ornella Volta, periodista pionera del género en Italia, la catalogó acertadamente como un cuento de hadas con un hombre lobo dentro. El renacer del gótico fuera de Hollywood en la década de los sesenta propiciaría, aparte de las brillante aportaciones británicas de la Hammer, que los mexicanos produjeran El vampiro (El vampiro, Fernando Méndez, 1957), los italianos nos legaran La máscara del demonio (La maschera del demonio, Mario Bava, 1960), y nosotros ofreciéramos La marca del hombre lobo, el inicio de una saga que marcaría escuela.

En lo personal, la película significaría para mí el encuentro con un mito universal, ya que, visionada de niño, quedarían sus imágenes grabadas en mi mente de forma indeleble. Nos presenta un argumento que bebe en esencia de las fuentes del cine de la Universal de los años cuarenta, con la presentación de Waldemar Daninsky, el licántropo más sentido y longevo de la historia. Waldemar es, en esta primera aventura, un tipo solitario y esquivo que resulta mordido por un licántropo llamado Imre Wolfstein, tras ser resucitado de forma accidental por una ebria pareja de zíngaros que roban la cruz de plata clavada en su pecho, tras profanar su tumba. Será Waldemar quien devuelva la daga a su corazón, pero es mordido en el empeño y, por tanto, contaminado. Una estrella maldita se marcará en su pecho, como aviso de la maldición que pesará sobre él a partir de ahora —referencia clara al universo creado por Curt Siodmak en El hombre lobo (The Wolf Man, George Waggner, 1941)—. Comienza así un calvario en el que se ve involucrada una joven pareja. Al solicitar la ayuda de un experto en ciencias ocultas, llamado Janos Mialhoff, que acude acompañado por su esposa Wandesa, se descubre que se trata de una pareja de vampiros con ansias de expandir su reino de horror y depravación en la comarca de Dunkelstadt. En el desenlace, con las fuerzas oscuras liberadas por los bosques, se desarrolla un desenlace en el que los monstruos de las tinieblas se enfrentan entre ellos, para realce de una tragedia final que devuelva la paz a la comarca al morir todos.

Pero, bien mirado, no sería Waldemar Daninsky el primer licántropo serio de nuestra cinematografía, ya que, no lo olvidemos, Wolfstein existió antes —el personaje de Goyo Lebrero de la comedia Un vampiro para dos, de Pedro Lazaga, es más bien un hombre perro, además de cómico—. Victoriano López sería el actor que concedería el testigo a Waldemar Daninsky al morderlo en el pecho. Paul Naschy, anunciado ya como la nueva estrella del horror, se muestra en su primera aparición comedido en su faceta humana; como licántropo, no obstante, se le ve activo y con gran virulencia, hasta el punto de eclipsar a su antecesor Wolfstein. De esta manera, no se privan de filmar espectaculares saltos hacia las víctimas y se propinan zarpazos mortales. La energía que se desprenden de sus acciones dista de la reflejada en las anteriores películas del tema licantrópico. Por su parte, Julián Ugarte aparece ataviado de manera clásica, donde no falta la capa negra con envés rojo. Quizá sea el vampiro más contundente de la escuela española, dadas sus connotaciones metafísicas y sus desplazamientos surrealistas, que parecen a menudo planificados entre los acordes de un ballet infernal. Su compañera, Wandesa, es encarnada por Aurora de Alba —prima de la actriz Carmen Sevilla, por cierto—; vampira esta también de corte clásico y de clásicas formas, a pesar de que sería superada, no obstante, por sus sucesoras en la serie: Patty Shepard y Julia Saly. Sin duda son los personajes sobrenaturales lo más llamativo de un elenco que contaría con la belleza de Dyanik Zurakowska como la ocasional reina del grito, trasunta de la princesa del cuento que ha de ser salvada de las garras del malvado de turno. José Nieto y Carlos Casaravillas, padres y protectores de los jóvenes en la trama, son dos nombres destinados a dar carácter al reparto.

Este pionero filme ha conseguido el insólito milagro de ser revalorizado con el tiempo, a pesar de su montaje algo anárquico. Y tal vez sea por contener secuencias inolvidables, de gran relieve: desde el ataque inicial a la pareja de gitanos hasta las oníricas imágenes finales, pasando por la llegada de los vampiros a la estación, envueltos por la niebla, la agresión de Waldemar-lobo al guardabosques y su hija, o el feroz ataque de los dos licántropos en la cámara de tortura. La iluminación transgresora de la fotografía de Emilio Foriscot proporciona sombras diabólicas que se perfilan en las paredes, resplandores rojizos y azulados que se ajustan al tono psicodélico de la década. Como complemento idóneo tenemos una acción desbordada, un atractivo primitivismo y una ambientación delirante como pocas veces se ha visto en las películas producidas en nuestro país: bosques de árboles pelados, castillos y ruinas abandonadas; antros como surgidos del propio infierno. Hábitat ideal para una colección de monstruos que se atacan sin piedad, que comparo con aquellas imágenes exageradas de las portadas de las atracciones de feria, con diablos y brujas en eterno enfrentamiento. Ahí queda, pues, esa génesis de un mundo alucinante, fantástico e imposible en el que conviven vampiros y licántropos, a la manera de un cuento de hadas para adultos. Si la Universal y la Hammer contaron con excelentes directores artísticos, aquí lo hicimos con el legado de la historia, con el concurso de nuestros viejos edificios, testigos de épocas pasadas: castillo de San Martín de Valdeiglesias o los sótanos del cuartel madrileño Conde Duque, por ejemplo. Con respecto a la banda sonora, Ángel Arteaga se inspiraría en El lago de los cisnes de Tchaikovsky para subrayar la tensión de la llegada del plenilunio y la aparición del mal en la comarca. Uno de los puntales más llamativos fue el maquillaje de José Luis Ruiz, con una composición que en nada tenía que envidiar a los mejores trabajos de Jack P. Pierce para Lon Chaney Jr., o de Roy Ashton para Oliver Reed. Así, Ruiz se decantó por un rostro bestial de prominentes y puntiagudos dientes, tanto superiores como inferiores —detalle que los clásicos evitaron—; para las primeras pruebas probaron incluso con dientes de patata. Victoriano López, empero, mostraría un aspecto más sutil, quizá para no robar protagonismo al personaje estrella.

Es bien cierto que en nuestro país no había técnicos especialistas a la altura del cine británico o estadounidense, por lo que los efectos especiales eran artesanales, tal como se muestra con la transformación de Waldemar, ya que se recurrió a efectos ópticos tan elementales como simpáticos. De ahí el recurso de un filtro para distorsionar la imagen y favorecer así el cambio de hombre a licántropo. Igual lo podemos apreciar con la muerte de Wandesa, al ser su corazón atravesado por una estaca. La cámara se desplaza a un lateral y, al retornar, nos ofrece un esqueleto con la madera clavada entre las costillas. La anécdota estelar, qué duda cabe, nacería en la secuencia del ataque a la cabaña del guardabosques, ya que el hombre lobo debía partir la recia puerta con una embestida, considerándose que habrían de colocar una de madera de balsa. Se olvidaron y, a la hora de la verdad, lo que Paul destrozó fue la puerta verdadera, sintiendo en su cuerpo el terrible impacto con la madera. Por si fuera poco, nuestro actor casi se intoxica con la niebla artificial en una secuencia interior y se quemó con la cera derretida de un candelabro. A menudo él bromeaba con un incidente espectacular: un viandante lo vio maquillado en la puerta de la productora, en una madrugada lluviosa, y dicho señor huyó de allí tal que hubiera visto al mismísimo Satanás. Por otro lado, una de las noches estuvieron a punto de robar el equipo eléctrico destinado a la iluminación. Siempre añoraré la secuencia eliminada en la que el hombre lobo salta de un árbol para atacar a una joven. La marca del hombre lobo fue rodada en un revolucionario sistema de relieve que no conocería continuidad, y fue distribuida en Estados Unidos con un nuevo montaje ajeno a los productores, con la música de Arteaga sustituida por otra más convencional, eliminándose planos e incluyéndose un título estrambótico que parecía prometer lo que no había: la aparición del personaje de Mary Shelley. De ahí que se retitularaFrankenstein’s Bloody Terror. Para ello, en los créditos, aparecía un efecto de dibujos animados donde la criatura de Frankenstein daba paso a su descendiente Wolfstein, para justificar así tamaña tropelía. ¡Y se quedaron tan contentos!

Al acordarnos de las obras principales del terror nacional, sería injusto no encabezar las listas con esta aventura licantrópicas exótica que dejaría hechizado a muchos espectadores de la época, entre los que, sin lugar a dudas, me cuento.

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