El distinguido doctor Wendell acoge a unos viajeros accidentados que recalan en su residencia, quienes vivirán una espantosa pesadilla, pues el galeno no es otro que el mismo conde Drácula.
A El gran amor del conde Drácula (1973) le corresponde el mérito de haber acometido la que quizás sea la primera gran deconstrucción del personaje creado por Bram Stoker y, por ende, del mito vampírico. Por primera vez en la historia, la película de Paul Naschy y Javier Aguirre presentó a un decadente conde Drácula dotado de sentimientos[1], capaz de exteriorizar sus emociones hasta el punto de llorar ante el féretro de su hija o de autoinmolarse tras el rechazo de la mujer amada. Fruto de esta novedosa relectura de tan mítico personaje sería la otra innovación más importante de la propuesta, al hacer de la búsqueda del amor de su protagonista el principal leitmotiv de su historia. Con estas dos aportaciones, la película se adelantaría a muy distintos niveles en casi veinticinco años a la edulcorada versión que Francis Ford Coppola ofreciera de la novela de Stoker que, en cierta manera, sirviera de precursora a la actual moda de chupasangres para quinceañeras que asola nuestras pantallas.
Pero lejos de una voluntad clara de transgredir y/o modernizar el mito en el que se apoya[2], la visión de Drácula dada por Naschy no es más que la simple consecuencia de la adaptación de algunas de las características del conde transilvano a las constantes y obsesiones de su propia obra; más concretamente, a las del que fuera su rol fetiche, el licántropo Waldemar Daninsky. De este modo, no es demasiado complicado ni complejo establecer las analogías existentes entre uno y otro personaje, empezando por el carácter trágico que guía sus destinos. Al igual que su hombre lobo, el famoso conde es presentado por Naschy como un ser atormentado por la situación de soledad y aislamiento a la que le conduce una naturaleza maligna de la que no puede escapar. En este sentido, aquella escena en la que éste libera a un conejo que ha caído en una de sus trampas, para después mirar de forma melancólica a la luna[3] como símbolo de la noche que sirve de marco a sus sangrientas correrías, resulta de lo más reveladora en cuanto a las motivaciones que rigen la actitud del personaje. No es pues de extrañar que, siguiendo esta pauta, la identidad de Drácula esté dominada por una especie de doble personalidad a lo Jekyll & Mr. Hyde; una buena, representada por su alter-ego de cara a la sociedad (y a su socialización), el doctor Wendell, y otra monstruosa por todos conocida, reflejo de su propio yo. Como suele ocurrir en las desventuras de Daninsky, será la irrupción de un amor enfermizo (e imposible) en la vida del personaje el elemento desestabilizador que acabe por liberar y sublimar unas emociones cuya única redención posible será el sacrificio por la persona amada.
Todas estas modificaciones acaban por provocar que el personaje que aparezca en pantalla, aunque llamado Drácula, nada tenga que ver ni con la creación de Stoker ni con la imagen que de él se ha perpetuado en el inconsciente colectivo. Por mucho que el guión de la película se empeñe en establecer lazos de unión con la obra que le sirve de base – el Conde guarda en su biblioteca las memorias de Van Helsing; sus acólitas son tres como en la novela -, un vampiro romántico y sensible, incapaz, como hemos visto, de hacer daño a un indefenso conejillo, no es en ninguno de los casos el mismo ser que en su esencia encarnaba todos los rasgos reprobables de la época y la sociedad en la que fue concebido. Por el contrario, el vampiro que aparece en El gran amor del conde Drácula resulta ser un rancio defensor de los valores familiares, como atestigua el que su fin primero sea enamorar a una virgen[4] que le permita revivir a su fallecida hija mediante un ritual como paso intermedio para la recuperación de sus antiguos poderes. Dicho en otros términos: la búsqueda que lleva a cabo el príncipe de las tinieblas no es otra que la creación de una familia con la que sentirse realizado, para lo cual necesita de una esposa (la virgen) con la que a través del sexo (el rito) poder engendrar su descendencia (la resurrección de su hija).
En primera instancia, esta reformulación del subtexto del mito por parte de Naschy bien podría haber sido el producto de una audaz equiparación del original a la fecha del rodaje del film, en plena era del amor libre, en la que el tradicionalismo vendría a simbolizar los aspectos negativos en una sociedad (supuestamente) libertina. Sin embargo, tal teoría carece de cualquier sentido y fundamento. En primer lugar, por ser Drácula el personaje en el que recae el rol de héroe en la historia en el sentido más estricto de la palabra, como ejemplifica el que llegue a enfrentarse con el resto de los chupasangres con tal de salvaguardar la integridad de su novia. Pero, sobre todo, por la contradictoria forma en que es retratado el vampirismo a lo largo del relato, precisamente debido al proceso de transformación sufrido por su personaje protagonista, pero también por la más que evidente influencia ejercida por las coetáneas películas de la Hammer en general, y de su clásicoDrácula, príncipe de las tinieblas (Dracula, Prince of Darkness, 1965) en particular[5], sobre el producto resultante. Y es que, ante lo dicho, poca o ninguna lógica tiene la aparición de elementos de un sesgo tan clasicista como la sugerente (y desaprovechada) idea de que el rey de los vampiros sea el espíritu viviente de la maldad del ser humano, lo que hace que sólo sea posible destruir su envoltura material pero no su existencia, o el clasista detalle de que mientras el resto de los vampiros sean presentados en todo momento como salvajes e insaciables depredadores de sangre, nuestro aristócrata protagonista pueda controlar sus instintos más primarios según su conveniencia.
Esta serie de disquisiciones no evitan que analizada como una obra cinematográfica independiente El gran amor del conde Drácularesulte un film de un nivel bastante superior al habituado dentro del fantaterror hispano. A un aparente diseño de producción y la estimable labor del operador Pérez Cubero – pese a su horroroso empleo de noches americanas -, hay que unirle la buena mano para el género demostrada por Javier Aguirre en lo que fue su debut en el mismo, siendo las inquietudes experimentales propugnadas por su anti-cine las principales responsables de alguno de los momentos más conseguidos del conjunto, caso del pesadillesco ambiente de sus últimos minutos o del poderío visual que arroja la onírica escena montada en negativo. No obstante, el aspecto más destacable de la realización del vasco está en la atmósfera de irrealidad que impregna toda la película, como si el sanatorio en el que discurre la historia y los que en él habitan se encontraran en otra dimensión donde tiempo y espacio se ha detenido. Por desgracia, este opresivo clima es roto durante el último tercio de la cinta merced a la inclusión de ciertas escenas de relleno que acaban por torpedear el adecuado progreso narrativo de la cinta. Una situación que nunca sabremos si fue propiciada por falta de material con la que alcanzar una duración estándar – además de estas escenas de relleno, no es difícil localizar durante el metraje otras secuencias recicladas, como la de Drácula emergiendo de su féretro, posteriormente utilizada en sentido inverso -, o por ciertos problemas acaecidos durante su filmación, cuando su actriz protagonista, la francesa Haydée Politoff, sufrió un accidente automovilístico que obligó a suspender el rodaje durante largo tiempo; tanto que, en ese intervalo, semejante equipo técnico tendría tiempo de filmar El jorobado de la morgue.
Muy buena reseña. Creo entender que no eres muy fan del Drácula de Coppola. Me alegra encontrar a alguien que opina como yo. Yo salí de muy mala leche del cine.
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